Presentación
Las voces y rostros de la guerra
Conocer la lucha armada, a partir de las vivencias, juicios, sentimientos y razones de los protagonistas y observadores —es decir, desde la historia a ras de tierra— es posible gracias a un esfuerzo colectivo de compilación de narraciones. Este Catálogo es una puerta de acceso a la polifonía de testimonios orales sobre una guerra nacional, parteaguas en nuestra historia, que forman parte del Fondo Revolución Mexicana del Archivo de la Palabra, en el cual también se resguardan documentos que dan rostro a variados y complejos actores.
El origen de la historia oral en el Instituto Nacional de Antropología Historia (INAH) data de 1959, cuando el profesor Wigberto Jiménez Moreno emprendió la tarea de crear el Archivo Sonoro apoyado por un grupo de estudiantes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), como Daniel Cazés, Jaime Alexis Arroyo y Manuel Arellano Zavaleta —quienes se convertirían, años después, en profesores destacados—. Por otro lado, ese año se cumplía el cincuentenario del estallido de la Revolución, por lo que, para conmemorarlo, se rescatarían recuerdos de protagonistas.
Por esas razones, los antropólogos seleccionaron a varios hombres con participación militar y política, una generación clave, como los definió Cazés. Algunos de ellos habían escrito sobre el tema, como el general Federico Cervantes Muñoz, Regino Hernández Llergo y Rafael F. Muñoz —considerado uno de los novelistas y periodistas más connotados de la Revolución—, así como otros de menor renombre.
Es importante entender el significado y contexto de este rescate en el ámbito académico, ya que se requirió un diseño metodológico, seleccionar entrevistados dentro de un amplio abanico de facciones o grupos armados, así como considerar el papel de la población civil; fue una iniciativa institucional que implicó invertir en tecnología, capacitación y salarios de entrevistadores y transcriptores.
Sin embargo, las historiadoras Alicia Olivera y Eugenia Meyer fueron quienes se propusieron la formación del Archivo de la Palabra. Su interés era salvar los saberes de mujeres y hombres comunes que figuraron en la Revolución, para comprender otras percepciones que no se habían considerado sobre la guerra. Influidas inicialmente por la corriente norteamericana, ajustaron la metodología y la técnica de investigación a nuestra cultura. Años después la doctora Meyer asistió a la Primera Conferencia Internacional de Historia Oral, en la Universidad de Essex, en marzo de 1979, y se nutrió con la historiografía italiana, francesa y catalana, entre otras. Mientras tanto, la maestra Alicia orientó a sus colaboradores por el camino de la etnohistoria, uno de sus amplios campos, y los impulsó a explorar la historiografía de la época. Ambas académicas se adentraron en la historia de masas y de las clases subalternas dándole voz a los grupos populares, sobre los que se debatía teóricamente entonces. Como resultado reflexionaron, entre otros aspectos, la subjetividad del testimonio y la veracidad de la fuente oral.
La mayoría de las entrevistas intentaron recuperar historias de vida con la guía de un cuestionario base, pero otras fueron abiertas. En una primera etapa lo urgente fue la recolección de las memorias y el trabajo paralelo de las transcripciones. Posteriormente, el otro complejo proceso que aquí sólo enunciamos fue la preocupación en cuanto al lenguaje hablado y su proceso de transcripción, con el objetivo de respetar su fidelidad. Así, se optó por mantener el tono coloquial de las conversaciones, el uso de muletillas propias de la oralidad, las repeticiones e imprecisiones producidas al mencionar nombres de personas, lugares o fechas, dando con ello, un peso específico al proceso de investigación y construcción de fuentes para la historia oral.
Así, tenemos narraciones de vivencias cotidianas en las que el juego del recuerdo y el olvido se entrelazó con la carga emotiva de la voz de interlocutores, a veces, con poca instrucción escolar o analfabetas. Allí están también las semblanzas de otros sujetos: las versiones de quienes tuvieron un estatus cultural, social y económico de nivel medio representado por simpatizantes del anarco-sindicalismo, por constituyentes y convencionistas, profesores y militares. De ellos resalta su formación escolar y su lectura de los clásicos de la literatura universal, en especial de la Revolución francesa y los novelistas rusos e historiadores que influyeron en su pensamiento, cimentaron sus valores y principios, repercutieron en su compromiso social y les permitieron interpretar al México que conocieron.
Motivaciones revolucionarias
Escuchar los testimonios nos hace pensar en la importancia de las historias personales —singulares—, así como de las causas que llevaron a cada individuo a la guerra expresando ideales claramente políticos o no, a veces debido a su corta edad. Observamos cómo en algunos individuos se manifestó la necesidad de cambio ante la opresión del gobierno de Porfirio Díaz simbolizada por una larga lista de distintos actores sociales. Entre éstos pueden mencionarse los rurales, como “El Colgador”, Agustín García, un jefe temido por el pueblo tlaxcalteca; los prefectos políticos; la Acordada, los capataces de haciendas —o en las fábricas textiles de Tlaxcala— los “mandarines”; además de los “gachos” o “gachupines”, como se identificaba a españoles y mexicanos encargados de vigilar directamente el trabajo de los peones —en sus representaciones— personificación de siglos de opresión y prácticas coloniales.
En algunos de los diálogos con los veteranos reconocemos con claridad cómo la decisión de unirse a tal o cual grupo y defender una causa revolucionaria implicó una carga variopinta de agravios recibidos de autoridades civiles y militares, el clero, empresarios o jefes, de los hacendados, administradores y capataces. Por ello, el despojo de sus recursos naturales y el maltrato son el común denominador y motor de su vínculo con la guerra. Están presentes también la defensa de sus bienes familiares: un caballo, el ganado, sus alimentos y armas.
Para otros, saberse vulnerables por el abandono o muerte de sus padres o tutores provocó que la soledad de su orfandad los llevara a encontrar protección y cobijo entre compañeros rebeldes o a buscar el reconocimiento de su talento o valor por parte de sus jefes armados. No escapa en estas historias el azar. Por ejemplo, en la experiencia del capitán primero José Nonaka, un niño japonés de doce años, quien llegó al puerto de Veracruz siguiendo a su tío, en busca de trabajo en México. Nonaka perdió a su pariente después de luchar durante dos semanas contra el paludismo tras su arribo al puerto. En el desamparo, seiscientos pesos plata (capital de su familiar), además de su audacia, le sirvieron para darle sepultura y tomar un ferrocarril rumbo a Ciudad Juárez en 1900. En ese lugar fue acogido por la enfermera Jacinta García, quien junto con sus familiares y el director del hospital donde trabajaba, le permitieron al joven Nonaka crecer y formarse como enfermero. Tiempo después, por casualidad, le tocó curar a Madero, quien llegó herido de un brazo por la detonación de una granada de mano, que cayó cerca de un álamo donde se recargaba. Madero, agradecido, además de obsequiarle unos dólares, lo invitó a unirse a la Revolución. El japonés respondió: “Soy extranjero”, pero Madero insistió: “Usted es necesario a la Patria”. Así, a sus 22 años se unió al maderismo.
La leva huertista fue otra de las causas en la incorporación de los jóvenes revolucionarios, tanto del norte como los del centro-sur del país. Una historia que ilustra la realidad de la época, es la del sargento Luis Sánchez. Este hombre nació y creció en la calle hasta que su pobreza lo llevó a unirse con los federales durante la Decena Trágica. Él cuenta cómo al pasar por la Ciudadela un militar lo invitó: “¿quieres darte de alta como soldado?, aquí comes, aquí te pagan, un peso diario”. Para entonces tenía catorce años. Del mismo modo, cabe señalar los casos donde se siguió al amigo, al paisano o se sintió la bola como una especie de fiesta. Frente a esta situación de incorporación, algunos de los revolucionarios se sintieron orgullosos, identificados y herederos de luchadores como José María Morelos y Pavón, de José María Arteaga o, bien, de otros héroes nacionales. Algunos incluso tuvieron lazos sanguíneos con alguno de aquellos políticos y combatientes.
Con lo anterior, hemos intentado mostrar aspectos de la participación de diferentes actores en un proceso histórico nacional de gran calado conscientes de que cada estado, región, municipio, cuadrilla o ranchería tuvo sus propios dirigentes y causas vitales, así como agravios simplificados en expresiones colectivas de muina, sumisión, esclavitud y opresión.
Finalmente, en el caso de las entrevistas a los viejos zapatistas y villistas, éstas nos ayudan a entender su visión de la guerra (a veces acompañada de escenas de muerte, crueldad y dolor), de los ejércitos enemigos y sus dirigentes, de sus compañeros de armas, el curso de los acontecimientos, la política local y nacional, sus gustos y fobias. En síntesis, nos permiten mejorar nuestra comprensión de los hacedores y afectados por la guerra. Así, la historia oral nos aproxima a una especie de versión autobiográfica de la Revolución, donde los personajes tratan de sus virtudes y defectos, hilan acontecimientos y dibujan por sí mismos los sentidos y absurdos de sus trayectorias vitales.